jueves, 17 de septiembre de 2020

 


Crisis de hegemonía y fascismo: una apuesta por el hacer común


“Es la incapacidad de una clase, o fracción de clase, para imponer su hegemonía, en una palabra, finalmente, la incapacidad de la alianza en el poder de sobrepasar “por si misma” sus propias contradicciones exacerbadas, lo que caracteriza la coyuntura de los fascismos” – Nicos Poulantzas


¿Qué tipo de crisis política es la que enfrentamos actualmente? Los guerreristas en el gobierno han respondido con la vieja confiable: una crisis de seguridad causada por un enemigo interno que busca la anarquía, la destrucción y la desestabilización de la nación. Buscan con esto reinscribirnos en las lógicas del conflicto armado para tejer desde el miedo los cimientos de su poder. Otros, más liberales, sostienen que la crisis es económica, y que se debe a la irrupción de la pandemia. Su solución es presionar la reactivación económica para que los mercados retomen su vida y todo siga igual. Contra estas dos lecturas, sostengo en este texto que nos encontramos, más bien, ante una crisis de hegemonía. Ella se expresa en la indignación ciudadana ante las decisiones tomadas por el bloque de poder para lidiar con la crisis económica. Afirmo además, que debe ser aprovechada por las fuerzas democráticas del país para construir alternativas reales y convincentes ante el peligro inminente del fascismo. 

El camino a la crisis

El proceso de paz con las FARC que culminó con la firma del Acuerdo Final en 2016 fracturó la historia del país. Supuso una ruptura con la lógica de guerra civil sobre la que se erigió con comodidad el proyecto uribista en el pasado. La victoria de Iván Duque en 2018 significaba, en este sentido, una apuesta riesgosa  del uribismo por rehabilitarse en un país que ya no era el mismo. Este proyecto, sin embargo, ha hecho agua desde que inició. La inexperiencia de Iván Duque, su falta de liderazgo, la impropiedad de su capital político, y consecuentemente, su sumisión a una banda de perros rabiosos que desde su partido lo llaman a hacer disparates, han condicionado su gobierno. Estas contradicciones podrían explicar la sumatoria de decisiones desconcertantes y de episodios a la vez cómicos y trágicos, que lo han hecho merecedor del moto de aprendiz, y que han multiplicado hasta el cielo la producción y circulación de memes con su figura. 

Según algunos medios de comunicación, la intempestiva irrupción de la pandemia global del Covid-19 le dio a Iván Duque una oportunidad para asumir el liderazgo que tanta falta le hacía. La inminente crisis económica y social sería una segunda oportunidad para demostrar a los colombianos sus capacidades como gobernante.

Desde entonces, el presidente le ha apostado a manejar la situación a partir de una grotesca fórmula: la destinación de recursos públicos al gran capital monopólico (capital industrial + capital financiero) y el fortalecimiento de la “Fuerza Pública”. Como expresiones de lo primero, podríamos contar el préstamo a Avianca, el desembolso de los dineros de la crisis al sistema financiero y la propuesta de endeudar a las clases populares. Se trata pues, de una apuesta política inequívocamente favorable a los grandes propietarios y contraria a los intereses de las mayorías trabajadoras. Las cuantiosas inversiones al fortalecimiento del ESMAD, el anuncio de nuevos reclutamientos masivos, la llegada de asesores militares gringos al país, y los recientes intentos de ilegalizar la protesta social dan cuenta de lo segundo.  

Mientras tanto, la crisis económica actual ha disparado el crecimiento de la desigualdad que se venía cultivando durante los últimos años por cuenta de los favores políticos que tanto el uribismo como el santismo le hicieron al poder corporativo. La pobreza, que se nos había vuelto paisaje, devino en una auténtica emergencia humanitaria. Y así, mientras el presidente daba regalos a los grandes capitales, las grandes mayorías se vieron afectadas por el aumento desmedido del desempleo, la crisis de la educación pública y el empoderamiento de las mafias que hacen control territorial en los barrios y veredas con el auspicio (por acción o por omisión) de la “Fuerza Pública”. 

Gobernar una crisis en función de la desigualdad es un reto mayúsculo, pues no es fácil para ningún gobernante construir consensos para justificar lo injustificable. Y el uribismo, a pesar de la violencia y del control que tienen sobre los medios masivos de propaganda, no ha logrado hacerlo convincentemente. Si la visión hegemónica es aquella que provee una imagen de la naturaleza y los propósitos del Estado para la sociedad en general, la crisis de hegemonía a la que nos enfrentamos se da por cuenta de la incapacidad del gobierno de proyectar la idea de bien común que, al menos de manera mítica, encarna el Estado. 

La crisis se expresa en la erosión de los significados básicos del lenguaje de la política. ¿Qué tiene de democrático un orden como el actual? ¿Qué tienen de públicos los recursos que son administrados por una élite para financiar exclusivamente sus intereses? ¿qué tiene de pública una Fuerza que abusa permanentemente de quienes utilizan el espacio público para trabajar, parchar, sobrevivir? ¿qué tiene de público un espacio que se ha vuelto peligroso para quienes lo habitan? ¿qué tiene de común la idea de bien que promueve el Estado, cuando este está capturado por unas élites que solo actúan en beneficio propio?  

Las explosivas manifestaciones del 9 y el 10 de septiembre dan cuenta de que la crisis de hegemonía se ha agudizado. En este punto, la pérdida de legitimidad de la autoridad estatal es una de sus expresiones visibles. No hay que olvidar que la crisis política se manifestaba ya con fuerza en noviembre de 2019. En ese momento, los habitantes de las principales ciudades del país se volcaron a las calles para reclamar en ellas lo que les había sido negado en las ‘instituciones democráticas’. La respuesta del gobierno combinó el desprecio, la represión y una tardía e hipócrita simulación de diálogo social. La crisis social se intensificó a medida que la pandemia avanzaba, aunque las restricciones a la circulación lograron amilanar los ánimos de la movilización por buena parte del 2020. Mientras tanto, la Policía tuvo luz verde para ejercer su poder abusivamente con total impunidad. Llegó septiembre y la presión de los grandes grupos económicos obligó al gobierno a relajar definitivamente el distanciamiento social. Como si fuera cuestión de mecánica de fluidos, la presión escapó con furia tan pronto como tuvo oportunidad; y esta llegó por cuenta de las crudas imágenes del asesinato de Javier Ordoñez. 

El campo fertil del fascismo

Las explicaciones conspirativas que el gobierno ha ofrecido y los medios han replicado son absurdas. No es que la gente odie a la Policía por cuenta de malintencionados líderes políticos de oposición. No es que la gente esté manipulada por fuerzas oscuras. No es que nos encontremos ante una arremetida de una debilitada insurgencia. Es que es natural que la gente del común se indigne porque las cosas se resuelven siempre a favor de los que siempre resuelven. Es natural que la gente se indigne porque las fuerzas del Estado sólo han estado ahí para reprimir violentamente su indignación. Los dados están cargados y la gente no aguantó más. 

Aún así, el gobierno ha insistido en reinscribir la crisis que lo afecta en la lógica del conflicto armado. Lo que es un problema político, es reformulado en términos de una amenaza de seguridad. Los actores políticos son degradados al nivel de enemigo interno, y el descontento popular es representado como amenaza nacional. Ante la crisis de hegemonía, el bloque de poder amenaza con radicalizar la represión, y es allí donde las fuerzas del fascismo aprovechan para crecer. 

La generalización de la incertidumbre y del desconcierto hacen de este un escenario de disputa por el sentido común. El bloque de poder ha optado por relanzar su ofensiva a través del miedo y de la promesa de la seguridad. El riesgo inminente es la fascistización de las distintas fracciones de las clases dominantes, y así mismo, de las clases dominadas. El Estado de excepción podría resultar atractivo para los grandes capitales y falazmente, para el pueblo en general. A cambio de mayor orden, estabilidad, oportunidades laborales, seguridad y de un país en donde la gente pueda desarrollar su vida como quiera, el uribismo exige una renuncia a las garantías de derechos humanos, al disenso y a la posibilidad misma de una oposición política legal. 

El establecimiento ha ido jugando sus cartas en esta nueva coyuntura. A la ofensiva por el sentido común, que desde hace rato venía realizando el fascismo a través de tenebrosos pasquines como El Nodo, El Expediente y RCN, se han sumado medios tradicionales como la Revista Semana y El Tiempo. En las redes sociales, en las empresas, en los barrios y en las veredas, los temores se contagian más rápido que el covid-19 y la gente llega más rápido a conclusiones extremas sobre lo que se debe hacer. Como si se tratara de voces sabias que respaldan este nuevo sentido común, las camarillas del capital monopólico (ANDI, Consejo Gremial, ProBogotá, Cámara de Comercio) respaldan a través de comunicados la deriva autoritaria y se muestran, ahora sí, menos respetuosos de los órdenes institucionales que se puedan romper por cuenta de ella. 

Una apuesta por lo común

El presente demanda de las fuerzas democráticas que actúen decididamente en los escenarios que garantizan la proximidad, el intercambio y el hacer común.  La crisis política que vivimos es una oportunidad para que las fuerzas democráticas construyan alternativas para quienes han sido instrumentalizados y pisoteados por el bloque de poder. Lo que hay que evidenciar es que las fuerzas antisociales no son aquellas que se manifiestan decididamente en contra del orden, sino aquellas que saquean el erario y extraen los frutos del esfuerzo que realizan las mayorías trabajadoras para sobrevivir. Que quienes respaldamos la indignación y la rabia, somos también quienes estamos dispuestos a construir un proyecto colectivo capaz de ofrecer alternativas a quienes se ven afectados por las crisis. 

La reactivación de los tejidos comunitario-populares a partir del estallido social del 9 y 10 de septiembre de 2020 es una oportunidad para entrar en la disputa por el sentido común y ofrecer desde allí alternativas convincentes a la crisis de hegemonía. Frente al hambre, el hacer común debe construir sistemas agroalimentarios locales y comunitarios. Frente al desempleo, el hacer común debe habilitar espacios para la actividad creativa, cultural, artística, deportiva o productiva. Frente a las arremetidas policivas y fascistas contra el espacio público, el hacer común debe reapropiar lo privado y generar amplios espacios de encuentro. Frente a la degradación de los ecosistemas locales, el hacer común debe cuidar y revitalizar las tramas por donde fluye la vida. Frente al deterioro de los vínculos entre representantes y representados de las instituciones “públicas”, el hacer común debe generar instituciones comunitarias abiertas a la intervención igualitaria de quienes se ven afectados por las lógicas del capital. Frente al despliegue contagioso de las lógicas de la muerte y la violencia, el hacer común debe hacer prevalecer las lógicas de la vida.

En ese hacer común, en esa proximidad, es donde se construyen los horizontes para la reapropiación colectiva de la riqueza social que producimos quienes trabajamos, cuidamos y hacemos. En esa proximidad, además, nos reconocemos en riesgo y nos acompañamos con quienes también lo padecen. Por eso, es que es ahí donde empezamos a cavar la tumba del fascismo. 



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